Junto
a la puerta de mi casa hay una frutería
de la que me nutro habitualmente y mantengo una relación frecuente y fluida con
las tres dependientas. Una de ellas está de baja porque acaba de parir hace un
par de meses, después de un embarazo
complicado a lo largo del cual ha engordado muchísimo. No puede dar el pecho a
su hijo que pesó menos de tres kilos al nacer porque los medicamentos que está
tomando pueden afectar a su leche materna. Casi todos los días se pasa por la
frutería con el carrito y con el bebé. Sus compañeras me dicen que está
insoportable, que parece que nadie ha tenido un hijo hasta que lo ha tenido
ella y que no hay más niño en el mundo que el suyo.
Afortunadamente
algunos usamos tiempo para hablar con
las dependientas de la frutería. Podemos preguntarnos por la salud y contarnos
en cómodos plazos cotidianos las incidencias de nuestras vidas. Ahora se lleva
la palma el hijo de la Johana porque todos los días aparece en algún momento y
no para de contarnos la vida y milagros de ella con su hijo y de su hijo con
ella. Las compañeras están hasta el gorro porque parece que no ha nacido ningún
hijo en el mundo más que del suyo. Sé que no me pueden escuchar ni ellas ni la
madre del recién nacido pero yo intento añadir detalles de los pequeños por si
sirviera, pero me doy cuenta una vez más
que Johana, la madre primeriza, no me
escucha. Quizá no puede escucharme o tal vez es eso exactamente lo que tiene
que hacer. No ve nada en estos momentos que no pase por su hijo. Las propias
complicaciones de su embarazo, que no han sido pocas, hacen que todavía se vuelque más en su hijo y
sus compañeras, aunque no se lo dicen a la cara, se quejan de que parece que no hay otro niño
en el mundo más que el suyo.
Estoy seguro
de que no es verdad pero tampoco es mentira. En la vida de una persona desde
que es concebida se reproduce en cierto modo la historia del género humano y
cada uno hemos sido lo único en el mundo al principio de nuestra vida. Nuestros
apegos afectivos se han fundamentado en que para alguien hemos sido lo más
importante del mundo y lo único. El paso del tiempo nos ha ido cambiando de
lugar en la relación con los otros. Hemos ido aprendiendo que no éramos lo
único que había en el mundo pero esa sensación de ser lo único nos ha
fortalecido y nos ha aportado la seguridad imprescindible para crecer. El
refrán nos dice que no hay mal que cien
años dure, ni bien tampoco. A medida que crecemos, tanto nosotros como
quien nos cuida, nos vamos dando cuenta
de que el mundo sigue ahí, que no somos el mundo pero que sí formamos parte del
mundo y vamos asumiendo nuevos equilibrios en los que nuestro papel dentro del
conjunto va cambiando. De ser lo único
que existe en los primeros momentos, por un proceso de desgarros permanente,
nos vamos alejando de ese centro inicial mentiroso pero imprescindible para
ocupar cada día un papel más alejado hasta llegar a ciertas edades en las que,
sencillamente, desaparecemos del mapa.
Sin
embargo las primeras sensaciones no se olvidan jamás. La buena educación sería
la que fuera capaz de ir aceptando los distintos papeles que la vida nos tiene
reservados a medida que nuestro tiempo va pasando y llegado el caso,
desaparecer sin dramatismo sino como parte de un proceso natural. En cierto
modo eso es lo que hacemos, aunque no siempre de buen grado. Lo que más echamos
de menos son justamente esos momentos en los que hemos sido todo para alguien y
en cualquier época de nuestra vida podemos reclamarlo con pasión como si fuera
el momento más deseado y que nunca terminamos de olvidar.